Casi nadie considera seriamente la existencia de realidades alternativas, infiernos, seres errantes, ministros... En definitiva, fuerzas ocultas de más allá de nuestras realidades cotidianas. Como de costumbre, el ser humano está en un error. Acompáñenos a un viaje sin retorno seguro, síganos a ún lugar más espantoso que una suegra malhumorada, ¡acompáñenos a la Sucursal del Servicio Postal num. 666! ( nota: añada a la última frase truenos y relámpagos, carcajada malévola opcional ).
Ante nosotros, la desasosegante fachada de la sucursal. Para realizar el artículo necesitamos una excusa: vamos a mandarnos una carta a nosotros mismos, en la que nos diremos algo bonito ( carta que podremos enseñar a los vecinos para que se chinchen ). Una vez traspasado el portón del edificio, la apatía se nos agarra al pescuezo. Sorteando los soportes de aluminio que aguantan un resquebrajado falso techo de escayola, nos plantamos en la cola. Ante nosotros, quinientas treinta y dos ventanillas de servicio que arrojan un resplandor verde enfermizo. Todas, salvo una, cerradas al público, pero con su correspondiente ente físico con flequillo detrás, haciendo como que hace cosas. Tras los cristales, un constante ir y venir de aquí para allá de un lado para otro de individuos ( al parecer humanos ) que se traen algo entre manos. Inquieta mirarlos: parecen desplazarse flotando a un par de centímetros del suelo, y en su cara una mirada vacía propia de lunes por la mañana a primera hora. El desasosiego campa a sus anchas, como un niño pesao con una madre muy permisiva. Nuestros compañeros de fila resoplan, se desaniman, arrastran las sandalias, manosean sus cartas a enviar, pero todo ello evitando fijar la vista en los funcionarios.
Han pasado dos horas y tres minutos. Un señor ataviado con chandal y mocasines ha venido a recoger un paquete. Los sin-alma, entre quejidos apenas audibles, intentan encontrar el paquete extraviado. El señor mocasines, con el pavor desfilando por sus pabellones auditivos, repudia el paquete y huye despavorido arrancándose el poco pelo que le quedaba. Nos llega el turno. Temblororos como gelatina a bordo de una diligencia entregamos la condenada carta. Mientras el ausente ser que tenemos delante teclea una a una las letras de su añeja computadora, tenemos ocasión de observar las dependencias. Sobres amarillentos, paquetes provenientes de comienzos del siglo XVIII, discos de vinilo, el retrato sepia de una señora ...cosas todas ellas que dan canguelo. Entregamos unas monedas que una mano huesuda de largas uñas recoge al instante. Hemos invertido en realizar el envío sólo cuatro horas, todo un récord.
En los escalones de la salida, nuestra mirada se cruza con los ojos expectantes de los que pretenden entrar. Bajamos la cabeza y negamos levemente. Un adolescente de pelo revuelto que mandaba una epístola a su novia mira la carta que sostiene, la pliega ,se la mete en un bolsillo y vuelve por dónde ha venido. Si nuestro sufrimiento y sinvivir ha servido para resguardar el alma de un tierno joven de sufrir unos espantos inenarrables, no nos compensa. Queremos un aumento. Y consulta psiquiátrica gratuita ( los viernes por la tarde para pillar puente ).

¿El portal del averno?,¿la antesala de la pesadilla?,¿un sitio feo? Decidan ustedes.